Cincuenta mil fans disfrutaron del ritual propuesto
por la banda de Mataderos. Una excelente puesta en escena enriqueció el show,
que tuvo a Pappo como único invitado.
Por Crisitian Vitale/ Página 12
“Míralos en su locura / tratando de ser en el montón.” A las seis en punto
(PM) del sábado, cualquier instantánea tomada desde una posición equidistante
de los tres puntos cardinales terrestres de Buenos Aires reflejaría una misma
escena: centenares de camiones, colectivos fuera de línea, camionetas o cualquier
vehículo con recipiente, transportando vehementes fans de La Renga hacia la
cancha de Huracán. Esta vez no hubo caravana de a pie, como en el pasado River,
pero sí mucho calor con forma humana, que literalmente copó las principales
arterias de comunicación entre los barrios y el barrio elegido para la celebración:
Parque Patricios. La avenida Pavón hacia el sur, por ejemplo, presentaba a
esa hora un marco agitado y festivo solamente comparable a la previa de un
Boca y River. A las 9 en punto, todo ese color colectivo, realzado con miles
de bengalas multicolores y la pirotecnia de grueso calibre habitual, estaba
condensado en torno de un escenario redondo –y magistral–, montado sobre el
círculo del mediocampo, con la batería de Tanque justo arriba de donde parte
la pelota cuando el árbitro pita. Una vez más, rock and roll y fútbol se fundieron
en la pareja perfecta del imaginario chabón, que se resiste a nuevas tendencias.
¿La figura? René Houseman, con camiseta de La Renga, cantando entre miles
La nave del olvido.
El show, multitudinario, de alto voltaje, sumó a la coherencia rocanrolera
del trío de Mataderos un plus dignificante para los aproximadamente 50 mil
pibes que pagaron la entrada. Esta vez no fue lo mismo de siempre: un escenario
atípico para los recitales mainstream ubicó a Tete, Tanque y Chizzo en el
centro de la escena y facilitó, por dimensión y forma, una dinámica y un despliegue
escénicos pocas veces visto en la historia del rock argentino. Según sucedían
los temas, Tete podía estar dirigiendo su bajo hacia el sur, mientras Chizzo
le cantaba a la platea norte –donde se ubicara, tenía un micrófono enfrente–
y Tanque giraba con batería incluida hacia todos los costados. Y, en minutos,
cambiar de ubicación los tres para que otros ojos vieran lo mismo, pero desde
otro ángulo. Un juego de luces imponente cooperó también para que el Tomás
A. Ducó mutara en una especie de circo romano de la modernidad en el que la
música, más que ser el fundamento, se transformó en uno de los factores centrales
de la noche. Ante semejante puesta, claro, no podía esperarse otra cosa.
Otra panorámica, esta vez tomada desde la torre del estadio que se ve de todos
lados, mostraría la ansiedad visual que detonó la novedad: más allá de los
actos simbólicos que siempre despiertan los recitales de La Renga –bailes
rituales, pogos desproporcionados, bocanadas de fuego a querosén limpio–,
hubo fans apostados en los lugares más insólitos: arriba del tablero electrónico
que marca la hora y los goles cuando hay partido, encima de los carteles de
publicidad, sobre los travesaños de ambos arcos –frágiles como la locura de
quienes estaban arriba– y rengueros abarrotados en todos los alambres que
separan el campo de las tribunas. “Por favor, chicos, bájense del alambrado
que no queremos lastimados hoy”, llegó a decir Chizzo en una de sus pocas
intervenciones habladas de la noche, pero nadie quiso interpretarlo: ver mejor
valía más que obedecer al ídolo, pese a los riesgos.
El uso que dio La Renga al escenario estuvo a la altura de las circunstancias:
Tete dio todas las vueltitas olímpicas que pudo por el escenario –al cuarto
tema (En el baldío) ya estaba extenuado–, y el set, sustentado en un mejor
sonido que en River, no desentonó con los pergaminos rengos: fueron tres horas
y más de 30 canciones que se esperaban –o deseaban– escuchar. Bastaría para
describir el flanco musical del show con una mera trascripción en palabras
de la versión de La balada del Diablo y la Muerte: una intro psicodélico-hendrixiana
y su posterior crescendo hacia fórmulas zeppelinianas –trasvasadas a lenguaje
rengo, claro– con la melodía apropiada para que cante la hinchada, compendian
bastante claramente la propuesta global del trío sureño, cuyo fuerte no es
la variedad sino el entre popular, la coherencia y el encare potente de las
canciones. Sin embargo, algunas sorpresas inesperadas para la tribuna (Oportunidad
oportuna, El viento que todo lo empuja) o la vuelta boogie de La razón que
te demora asociada a la imponente versión de Hey hey hey, my my –con Pappo,
único invitado de la noche–, dejaron más que satisfechos a los fans.
La máxima que Chizzo eternizó en el también incluido A la carga mi rocanrol (“Porque mi canto ya tiene otras bocas / y ya nadie lo puede callar”), cumplió su cometido, con un bonus track que le sumó distinción a la crudeza acostumbrada.
EL HECHO
¿Qué tendrá que hacer La Renga para que algunos medios le otorguen algo más
que un recuadrito a su actuación ante 50 mil personas? Porque no se trató
sólo de eso: el trío de Mataderos llenó Huracán sin hacer demasiada publicidad,
tocó en un escenario circular y giratorio (lo que llevó a Chizzo a cantar
en cuatro micrófonos distintos ante lo que parecían cuatro estadios distintos)
y tuvo que recomendar en su sitio oficial que quienes no tuvieran entradas
–que se agotaron, obvio– se abstuvieran de ir Parque Patricios el día del
show. ¿Cómo se hace para mirar hacia otro lado? La respuesta no está aquí,
aunque sí hay un poco de data post show: el lunes, Chizzo, Tete y el Tanque
se saludaron a los abrazos porque van a tomarse unos días “para pescar y descansar”,
según le dijo al No Gaby, el manager de la banda. Pero sólo hasta el 18 de
diciembre, cuando por cuarta vez tocarán en Santiago de Chile. Esa actuación
servirá de preámbulo para una gira que llevará a “los mismos de siempre” por
Necochea, Monte Hermoso, Puerto Madryn, Viedma y Comodoro Rivadavia durante
enero de 2005.
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